Pollo a la Brasa, cual Rueda de Chicago…
Por: Cecilia Portella Morote
En un incesante pero delicioso movimiento de rotación y traslación van dorándose al calor de las brasas incandescentes…
En el Perú, no hay quien no haya sucumbido al sabor de un pollo a las brasas, en presas o cortes de cuarto, de medio, o uno entero, en el más osado de los antojos.
El pollo cocido, dorado y presentado a las brasas, constituye sin lugar a dudas un elemento importante en la culinaria de este país. Mejor aún, limeño de nacimiento, popular en la actualidad, un poco más exclusivo en sus albores, los estándares de su consumo pasan por todas las clases.
Es el ideal de la democracia, no conoce de estratos sociales: Pobres y ricos, pequeños y adultos, cholos, mestizos, morenos, acriollados y “blanquitos”; todos han acudido alguna vez en su vida al encuentro con su inconfundible aroma.
Papas fritas lo acompañan y complementan el plato. Estas le dan el sello andino, frente a su cosmopolita imagen. De color indescriptible, un dorado con matices claroscuros, con brillos ocasionales, dependiendo del marinado al que fue previamente sometido.
Sus compañeras de aventura –las papas- frecuentemente crocantes, también abrillantadas y ligeramente saladas para no desentonar. Un pollo jugoso y delicioso, que constantemente equilibra sus sabores con frutos naturales del campo: Lechuga verde y en trozos, tomates de rojo intenso, cortados en prefectas circunferencias, aportan la frescura requerida, ante una sazón claramente definida.
BAJO EL ÁRBOL DEL MOLLE
Aunque tengamos el paradigma de que la historia siempre significa antigüedad, este no es el caso del pollo a las brasas, o en singular como suele llamársele: Pollo a la brasa.
A mediados del siglo pasado, hace poco más de 60 años, en una huerta de la Hacienda Santa Clara, poblado ubicado a solo 27 kilómetros de Lima, tomando como ruta la Carretera Central, una matrona de esas que dirigían las cocinas de los más importantes hacendados, tuvo la genialidad de ensartar con una varilla metálica, pequeños pollos –baby chickens- previamente condimentados.
Estos pollos se iban, calentando, tomando color, despidiendo aromas, concentrando sabores y acentuándose en sus jugos… Todo ello al calor de las brasas al rojo vivo de un artesanal horno donde se fundían las leñas del molle, árbol habituado al suelo y al clima de este pintoresco lugar.
Árboles de esta especie poblaban el escenario y ya –desde ese entonces- era de gran utilidad para el lugareño, quien usaba sus semillas como pimienta, para sazonar sus platos.
La matrona no estaba sola… era observada, sorprendida y admirada por el patrón de la hacienda: Un ciudadano suizo, don Roger Schuler, quien luego de probar la exquisitez, puso manos a la obra y encargó la construcción de un brasero metálico, con mejor acabado y características especiales, que tuviera la posibilidad de hacer girar unas barras de hierro, pero cuidando el detalle de cargar con 8 kilos a cuestas -8 pollos bebé- Así nació el “Rotombo”, gracias a su creador, Franz Ulrich, también suizo y experto metal mecánico.
Suizos y peruanos inmiscuidos en esta experiencia que desde ya, se vislumbraba con total éxito. Se dice que todo aquel explorador que deseaba descansar de Lima y se enrumbaba hacia la Carretera Central era asaltado en su atención por un cartel que en pleno camino indicaba donde “comer todo el pollo a la brasa posible, por solo 5 soles”. La Granja Azul fue quien adoptó esa exclusividad.
CUENTA LA HISTORIA…
La generosidad del Molle no fue suficiente para quedarse con el titulo de “leña privilegiada para las brasas”; pronto sería reemplazada por el algarrobo, que aportaría cierto sahumerio dulzón en todo este ceremonial que significa su preparación.
A la Granja Azul llegaba la crema y nata de la Lima de los 50, ahí grandes y pequeños, se despojaban de sus formalidades y sin más asistencia que sus propias manos degustaban todo el pollo a la brasa que su resistencia les permitiera. Arrancaban pecho, pierna y muslo, al mejor estilo taurino.
Familias enteras, con apellidos insignes, niños con sus nanas, caballeros elegantes, damas bien ataviadas, hacían y deshacían el día, en un lugar que invitaba a comer, beber y divertirse bien. Mientras los años pasaban, la historia también se encargaba de perfeccionar el rotombo, -pronto con motor y engranajes- de ver nacer y crecer otros prósperos negocios, primero en esa misma línea de padre a hijo, con “El Rancho” y luego con “El Pillo”… Y posteriormente en todo Lima. Bien leí en algún lado, “barrio que no tenga su pollería, no es barrio”.
Si bien tenemos claro el nacimiento y primera cuna del pollo a la brasa, hay por allí un antecedente, no muy bien definido, que nos cuenta que al conocer nuestros antepasados las bondades del fuego hicieron uso de él en la gastronomía del Perú de todos los tiempos, aplicándola así en una de las modalidades de cocción de un ave. Casi al contacto directo con el fuego. Fue esta una manera de consumirlo, lo más parecido a lo que ahora conocemos. Una semejanza que debemos considerar.
En la actualidad, Lima y todo el Perú ha popularizado de tal manera la venta y el consumo del pollo a la brasa que la imaginación de las cadenas de pollería más conocidas siguen buscando la fórmula de presentarlo mejor, más colorido, con adecuados acompañantes, con cremas que a veces empalagan los paladares de los adultos, pero que gozan de la preferencia de los niños.
Así, mayonesa, kétchup, mostaza, ají, son los más consumidos y los que mejor combinan con papas fritas y pollo. Sin olvidar las ensaladas que juegan más que un papel secundario, dependiendo del establecimiento: Con verduras frescas o cocidas, pero en todo caso el balance perfecto para neutralizar los sabores.
No hay recuerdos de la infancia en los que el pollo a la brasa no haya estado presente, acompañando nuestros juegos, en las salidas de los fines de semana, como premio a las buenas notas, en los pagos de quincena de papá o de mamá.
Desde hace 60 años, detrás de cada niño feliz, había un cuarto de pollo esperando por él. Sin dudas todos tenemos nuestras propias historias. Y aun cuando ahora está internacionalizado, es protagonista de franquicias y representa un porcentaje importante en el consumo de los peruanos, este gran plato tiene la sencillez de un pequeño.
Entre hierbas y condimentos que marinan un pollo listo para las brasas, cremas, papas fritas, ensalada fresca o cocida y un infaltable chimichurri, hecho a base de aceite, perejil, orégano, y ajos muy bien picados con toda la mezcla salpimentada, se fue cocinando el título que ahora ostenta este plato: Patrimonio de la Nación, y no podía ser de otra manera pues según las estadísticas, entre los establecimientos de comida más concurridos por los peruanos, las pollerías se encumbran por encima de los chifas, pizzerías y restaurantes de comida rápida.
Ya teniendo lejos la adolescencia y mucho más lejos aún la niñez, traigo a mi mente recuerdos, los mismos, que estoy segura, también llegan a la suya; de las pollerías visitadas, las mejores compañías, con luces de neón algunas, más discretas y formales otras. “Un cuarto de pollo señor, para mí la parte de pierna por favor, pero eso sí, con mucha ensalada de rabanitos” –como me gustaba balancearla- Y para beber, Inca Kola, no hay otra”. ¿Acaso su historia es diferente a la mía?
Foto: Cecilia Portella