Crónica de un desayuno, sencillo y anunciado
Por: Cecilia Portella Morote
En envase descartable, manteniendo ese ansiado calor de casa, un vaso de avena me sabía a descanso a esa hora de la mañana…
Si bien cada estudio o bibliografía que ha llegado a nuestras manos ha sido tratada con respeto para extraer de allí esencias que pudieran respaldar nuestros artículos, no han sido solo estos los únicos medios de consulta obligados. También la vida misma, las recetas de la abuela, el diario quehacer y hasta las anécdotas cercanas se constituyeron en documentos importantes para sustentar estos escritos.
Y este, es un claro ejemplo de ello: llegar de un viaje largo desde Huaraz hasta la ciudad de Chimbote, atravesando las alturas de Conococha, y sintiendo tangencialmente los efectos de una altitud a la que no estamos acostumbrados, hizo que el cansancio se apoderara de mí y de mis acompañantes del camino. El final del trayecto debía concretarse en seis horas, mas no se por qué circunstancias llegamos nueve horas después. Nuestro cuerpo no se había preparado ni física ni mentalmente para dicho periplo con su respectivo retraso.
Amanecer en Chimbote un domingo cualquiera es participar de los rezagos que dejan los fines de semana ajetreados, festivos, como sucede en todos los puertos del país. Chimbote es una ciudad que ha ido creciendo, en población, en comercio, y junto a ello también han crecido todas sus demandas.
A las 6 y 30 de la mañana es casi imposible encontrar un cafetín abierto, los mercados recién participan del movimiento de la ciudad una hora después de ello. Así, caminando por el centro en busca del desayuno que sustente el día que venía cargado de trajines, encontramos una concurrida esquina, en la que apenas asomaba una joven mujer provista de lo necesario para hacer de esa mañana, un desayuno inesperado…
PAN CON TODO
Entre la gente, teniendo el apoyo de una banca en una calle transversal a la Plaza de Armas de Chimbote, en la esquina del Hotel Presidente, una joven que no llegaba a 30 años, servía con destreza jarras humeantes de avena y quinua.
Ya cansados de buscar donde sentarnos, decidimos aparcar allí. La pulcritud del servicio, todo en envases bien cerrados y jarras térmicas limpias, me invitó a pedir lo que la mañana fría ofrecía: un vaso de quaker; mis acompañantes prefirieron la quinua –que debió estar muy buena- por la repetición que trajo consigo.
Había que darle algún paliativo al hambre que desde la noche anterior ya formaba parte de nuestra existencia. Quienes me acompañaban compartían mi deseo, y se apresuraron en preguntar, ¿tienes pan con algo? La pregunta se transformó en la frase que abrió las puertas, como en el cuento de Alï Babá: Frente a nosotros, herméticamente cerrado, un recipiente de plástico con panes franceses ya cortados y preparados, con todo lo que el hambre podía desear…
Con aceitunas, con huevo, palta, atún, hot dog, salchicha con huevo, tortilla de verduras, jamonada con mantequilla, queso y hasta camote frito… Los comensales ahí reunidos, dimos rápida cuenta de ello. Un vaso tras otro, salía caliente a acompañar el siguiente pan, y luego el pedazo de pan sobrante, pedía a gritos otro vaso más de quaker o quinua. Con sendas repeticiones, nuestro desayuno colmó las expectativas.
Poco importó estar en plena calle, Carmen, la joven anfitriona chimbotana, desde hace más de cuatro años cumple el mismo rol. Alimenta a viajeros, trasnochadores, a quienes levantan las puertas de las tiendas y comercios que se despiertan cada mañana. Los policías y serenos también han encontrado en esa esquina de la céntrica calle, el lugar donde abrigar sus ansias, con un calor parecido al del hogar.
Ya no fue necesario buscar un lugar donde sentarse, ni hacer sobremesa; ahí de pie, saboreamos las bondades de un pueblo hasta hace poco extraño, pero que se vuelve familiar, gracias a momentos como este, en el que el desayuno de un domingo cualquiera, supo especial, diferente, cálido…