La Pachamanca: De lo terrenal a lo divino
Por Cecilia Portella
Un gran banquete desde las entrañas de nuestra tierra, refleja la gran variedad de manifestaciones artísticas y culturales de la peruanidad. Es una preparación festiva de carácter casi divino que preside las cosechas y diversas ceremonias del mundo andino. Sabe de paisajes, ponchos, sombreros, chicha de jora, huaynos y mulizas. He aquí nuestro relato.
«Coloca bien las piedras, no en esa forma, cubre no solo el fondo sino también las paredes, apúrate porque tienen que calentarse hasta que queden blancas de tanto haberse calcinado». Eso es lo que le dijo, uno de los últimos domingos, Hugo Crespo, el maestro en el arte de la preparación de la Pachamanca, a su joven ayudante. El lugar, uno como tantos otros a lo largo y ancho de nuestro territorio que en medio del ambiente de algarabía de los ansiosos comensales sirve de escenario para la elaboración de esta milenaria forma de cocción de los alimentos.
Ahí, en pleno corazón del distrito de Chaclacayo al este de Lima, Hugo Crespo Sánchez, huantino de nacimiento, ganador del Record Guiness por haber preparado la Pachamanca más grande del mundo en 1999, no hace otra cosa, aunque a su manera, que repetir una secuencia de actos que nos ha sido legada por nuestros ancestros desde las épocas, durante el prolongado precerámico, en las que los cazadores y recolectores -en Lauricocha en el actual Huánuco y Toquepala en lo que ahora es Tacna- descubrieron como cocer lo que la tierra y la fauna generosamente les proveían.
«Es como devolverle con profundo agradecimiento a la tierra lo que ella nos ha dado» nos dice Crespo, asintiendo con su silencio a mi evocación sobre la vida que emerge desde las entrañas mismas de la Pachamama, nuestra madre. «Pachamanca que significa en quechua olla de tierra», nos menciona a manera de reflexión este maestro en el arte culinario regional, «es también una manera de rendir reverencia a las divinidades del mundo andino». Es, no cabe duda, una forma sutil de hacer un «pago a la tierra luego de la abundante cosecha».
O también, recordar lo que desde antaño, primero los Waris -entre los años 500 y 1100 D.C.- y posteriormente los Incas -a partir del Siglo XIII- expresaban cuando consumían lo que habían cosechado luego de haber sido cocido en un hoyo hecho en la tierra, honrando así la fertilidad del suelo, en medio de celebraciones que se organizaban para tales propósitos. Como se hacía también en el Cusco, con ocasión de las cosechas, entre los meses de febrero y marzo, cuando habiendo amainado ya las lluvias, se preparaba la versión original de la Pachamanca, la denominada Huatia.
Preparada a base de papas, ollucos y habas, a las que se les añaden hierbas aromáticas y maíz en mazorca entre otros ingredientes, es la Huatia una cocción de alimentos en olla o vasija de barro, debidamente curada y dispuesta en esta forma para estos menesteres. Constituye, según algunos, el ancestro cusqueño de nuestra actual Pachamanca. Es decir, el eslabón culinario que une a esta con la forma de cocer alimentos bajo tierra heredada desde tiempos inmemoriales.
Y aquí no hay lugar para la exageración, pues aunque la Huatia se prepara, a diferencia de la Pachamanca, con los primeros productos de la cosecha y en recipiente de barro cocido sin emplear para nada la piedra, la similitud de los ingredientes utilizados en su preparación, en cualquiera de sus variantes regionales, es reveladora. Por donde sea que se vaya, en Junín, Ayacucho, Ancash, Cerro de Pasco, Cusco, Huancavelica, Apurímac, sin olvidar a la capital Lima, los productos que concurren en su preparación, proviniendo de la tierra, a excepción de las carnes, son casi los mismos.
«De nuevo encontramos en la Pachamanca a las diversas ocas, nuestro camote amarillo, nuestras papas, la blanca o la huayro, las habas frescas, la mashua, esa variedad de olluco consumida en el ande, el queso fresco y el choclo», nos dice Hugo Crespo.
Añadiendo a esta lista, las diversas carnes que hoy, a diferencia de antaño, confluyen con los frutos de la tierra. Así, menciona «a la de res, la de alpaca, de cerdo, cordero, de pollo y de cuy, macerados desde el día anterior en una mezcla de ají colorado, ajo, comino, sal, pimienta y aceite». Y en el caso de Hugo Crespo, «con chorritos de vino tinto», como bien añade.
Sin olvidar las hierbas como la marmaquilla, aromática que cubre las carnes o los vegetales que se cuecen al calor de las piedras calcinadas, la alfalfa y el paico, hierba que puede alcanzar un metro de altura y sobrevivir hasta en los 4000 metros sobre el nivel del mar. Además, como nos dijo don Hugo, «las capas de hojas de plátano, utilizadas en la costa, o las de achira, esa herbácea de múltiples usos cultivada desde la época prehispánica en la sierra, y el huacatay y el romero con sus sabores peculiares, que junto con las humitas, esa pasta de choclo que, endulzada con azúcar, pasas, canela y clavo de olor, es envuelta en las propias hojas de este blanco maíz».
«Y todo esto -me imagino como siempre ha sido desde la época de nuestros antepasados-, toma, incluido el cavado del hoyo, entre cuatro y cinco horas», nos dice don Hugo, enfatizando que «el tiempo que le toma a las piedras alcanzar su punto de calcinación es alrededor de tres horas, para luego retirar algunas de ellas y colocar en su lugar los frutos de la tierra, enseguida las carnes y después las humitas, tapando todo con hierbas y hojas, además de bolsas de yute humedecidas, que serán a su vez cubiertas con la misma tierra del hoyo cavado horas atrás».
Mientras se prepara la Pachamanca, vemos la fiesta que se va animando al son de las notas del arpa y el violín que con sus melodías acompañan el vaho que emerge de las entrañas de esta tierra ahora más cálida y fértil. Cerca, los padrinos beben chicha y aguardiente con los demás comensales, después de haber colocado una cruz y una bandera sobre el punto más alto del montículo de tierra, reafirmando así su gratitud; y reproduciendo el espíritu ceremonial que anima a esta preparación en exaltación de lo divino…