La Carapulcra, manjar sobre piedras
Por: Cecilia Portella Morote
Negar la influencia de la cultura negra en nuestra gastronomía, sería mezquinar la grandeza constituida por el sabor, la fusión, el ritmo y hasta el color, propios de esta noble raza venida del África. Fuerte, trabajadora, sacrificada es la raza que llegó a esta parte de América a mediados del siglo XVI, para establecerse, primero, en Jamaica y Haití… Y finalmente sentar sus bases en el Perú, en la costa, al sur de Lima.
Vinieron con los españoles, pero no se mezclaron con ellos. Lo hicieron, en condiciones difíciles, pero no por ello se desarraigaron. Muy por el contrario, optaron por fortalecer sus tradiciones. Mano de obra gratuita, fueron obligados a trabajar en el campo como agricultores. Los cañaverales de las haciendas ubicadas en Chincha, San José, Hoja Redonda, El Guayabo y otras más, fueron testigos de sus lamentos y añoranzas.
Ahí, en estos lugares que se constituyeron también en los escenarios donde, sobreponiéndose a las adversidades, adaptaron sus costumbres y exteriorizaron la alegría, en letargo, de su espíritu a través de sus danzas, cantos, ritos y creencias. Extrañaban así menos, la lejanía de sus ancestros, y hacían cada vez mas suya esta tierra.
Así fue. La nostalgia y la necesidad, cual acicates, los impulsaron a crear nuevas formas de vida en estas nuevas y lejanas latitudes. Entre ellas, una primordial: su alimentación. Los productos que aquí encontraron no los decepcionarían: sus sabores no resultaron extraños para sus paladares que, añorándolos con gran ansiedad, instintivamente los buscaban. El negro, esclavo entonces, iniciaría así su contribución al arte culinario de América y, muy en particular, del Perú.
PAPA SECA O PIEDRAS CALIENTES…
Comenzaron a preparar sus alimentos como ellos solían hacerlo en Angola, Guinea o en el Congo. Sus platos, generalmente bien condimentados, eran preparados a base de tubérculos, pastas de cereales y algunas frutas como el plátano. Como cocineros de la clase privilegiada durante la Colonia -y tiempo después como suerte de ambulantes en las antiguas calles limeñas-, no faltaba tampoco en su gastronomía la caña de azúcar y la gran variedad de dulces que los deleitaban, mostrándoles la delicadeza de una tierra prometida.
Consideraron para sus comidas e introdujeron también, a las ya entonces existentes, la sangre del pollo y crearon la llamada «sangrecita», el mondongo para el «cau-cau», las tripas para el «choncholí», los pulmones para la «chanfainita». Aparte de crear otros platos más refinados como el arroz con frejoles y dar paso al «tacu-tacu»… y la papa seca para la «carapulcra”: el “guiso de piedras calientes”, si nos ceñimos al significado de las palabras quechuas “kala purca”.
La carapulcra, conocida así hasta nuestros días, tiene como principal ingrediente a la papa seca o deshidratada, que desde el Incanato se obtenía exponiendo las papas a las alturas de la puna. Ahí, nuestro ancestral tubérculo, con el devenir de los días, la inclemencia de los vientos y demás fenómenos que solo la naturaleza es capaz de originar, se quebraba en múltiples pedacitos que asemejaban a diminutas piedras… que al contacto con el agua caliente se hidrataban, constituyéndose así en un alimento energético y de rico sabor.
Fueron estas papas, junto a algunas raíces y legumbres, el sustento de la población precolombina. El pueblo Inca nunca sufrió necesidades gracias a que aplicaron técnicas de conservación que, en épocas de escasez fue el mejor remedio mejor para combatir el hambre. Las papas ya deshidratadas y desmenuzadas se conservaban en inmensos silos. Siglos después, la papa seca, acompañada de la carne de cerdo, logró su mestizaje en nuestra carapulcra.
COSTUMBRES NEGRAS
Hacia mediados del siglo XVI, no era extraño ver en las haciendas sureñas un ambiente que muchos de nosotros hubiéramos deseado presenciar. Basta solo con la descripción de los cronistas y de unos cuantos testigos para imaginar veladas que precedían o cerraban largas jornadas de trabajo. Música, y cantos, panalivios, zamacuecas, unos alegres, otros de lamento, acompañados con guarapo, bebida producida con residuos del jugo de la caña, dulce en algunos casos, fermentado en otros.
Así paliaban su nostalgia, los negros afincados en los arrozales de Piura y Morropón, en los cañaverales de La Libertad y en los algodonales de Cañete y Chincha. Su negritud se veía deslumbrada por la luz que emanaba de su espíritu. Hombres fuertes, mujeres bellas color ébano, una población que aportaría, más allá de su raza y color, sus costumbres y entre ellas la gastronomía. Es así que, como autores de los más sabrosos guisos que ostenta nuestra cocina, catapultaron a la carapulcra, considerada, entre ellos, el plato de élite.
Ayer las manos negras, que ahora también son morenas, de nuestras mujeres chinchanas han ido añadiendo elementos a la carapulcra tradicional hecha, en ese entonces, solo con papa seca, ají panca, un aguardiente para dar sabor… todo ello cocido en caldo de vísceras de res. Ahora, el cerdo, el pollo y la gallina, pretenden robarse el protagonismo. La sabiduría culinaria, sin embargo, opta hoy por la mezcla de los tres sabores. Para todo hay un buen lugar en este potaje.
Y si a ello también le añadimos la cebolla y el ajo, el maní tostado y molido, el incomparable clavo de olor, el perejil, la pimienta, el comino y su necesario punto de sal, además de la infaltable y siempre bien recibida copita de vino dulce, estaremos frente a una bella obra de arte culinaria, que nacida de la esclavitud, en simbiosis con nuestra milenaria cultura, nos ha conducido hacia una exquisita libertad.